El gobierno de la
ciudad de Buenos Aires intentó dar un paso más allá en las restricciones a las
libertades dispuestas por la administración nacional. En efecto, la cuarentena
y otras medidas pueden entenderse comprendidas en actos de protección a
terceros. La restricción al ejercicio de ciertos derechos se realiza en
nombre de evitar perjuicios para otros. Al menos ese es el justificativo
invocado para esta cuarentena.
Pero el jefe de
gobierno porteño fue más allá, al pretender prohibir la salida de sus
domicilios a los mayores de 70 años, no para proteger de ese modo la salud del
resto, sino para protegerlos a ellos mismos por su vulnerabilidad en
caso de contagio. Esa medida paternalista fue anulada por un juez
local. El gobierno no puede violar los derechos de alguien con la
excusa de protegerlo de sus propias malas decisiones. Este punto remite a
la discusión tangencial de un asunto del que se habló mucho en los últimos
años: el llamado “paternalismo libertario”.
En el año 2003
Richard Thaler y Cass Sunstein publicaron dos papers, uno en The
American Economic Review titulado “Libertarian Paternalism”, y otro en
la Universidad de Chicago titulado “Libertarian Paternalism is not an
Oxymoron”. Desde entonces, han tratado de mejorar y sofisticar su idea de lo
que se ha denominado “paternalismo libertario”.
Básicamente sostienen
que no toda forma de paternalismo es anti-liberal o lesiona las
libertades individuales, sino que existe un “paternalismo” que es consistente
con el respeto de esas libertades y que puede ser muy útil para las personas.
El Gobierno, -dicen- organizando equipos de expertos concentrados en la
solución de distintos problemas, estaría en mejores condiciones de ofrecer a
las personas soluciones más eficientes y adecuadas que las que ellas solas
podrían encontrar sin los conocimientos y recursos suficientes.
En tales condiciones,
mientras las personas tengan la chance de no aceptar la decisión inicial de los
expertos y guiarse por otra, esta forma paternalista de intromisión en sus
asuntos no debería ser considerada ilegal o contraria a las garantías
constitucionales.
Un ejemplo que suele
invocarse en este sentido es el que se vincula con la donación presunta de
órganos. Se dice que si las personas tuvieran suficiente información sobre la
importancia de la donación, de las vidas que se podrían salvar si más personas
aceptaran que sus órganos pudieran ser utilizados luego de su muerte,
seguramente la cantidad de donantes sería muy superior. Si ello no ocurre, se
aduce, es por falta de información adecuada.
A partir de allí, una
decisión paternalista implica considerar a todas las personas como donantes
presuntos; y para que ello no entienda violatorio de sus derechos, se admite la
posibilidad de que quien no esté de acuerdo pueda realizar algún trámite legal
para dejar de ser donante. Con este ejemplo se intenta justificar lo útil, y a
la vez inofensivo, de esta forma de paternalismo.
Sin embargo, este
tipo de intromisiones –además de no estar vinculadas con las funciones del
gobierno-, distan de ser inofensivas o inocentes. Se crea un
acostumbramiento a invertir la carga en la toma de decisiones, que deja de
estar depositada en cada persona y pasa a ser una tarea estatal. Además,
los temas en los que el Gobierno se entromete para decidir por las personas se
tornan cada vez más complejos, y la posibilidad de discernir si esa solución es
aceptable o no para cada uno, se vuelve azarosa.
Esta visión
paternalista parte de dos supuestos que a mi entender son equivocados: 1) Que
la concentración de información y poder decisorio en una autoridad permite
encontrar esa solución de mejor manera que la acción espontánea de miles de
personas con conocimiento disperso; y 2) que como derivación del primero,
existe una solución objetiva y general para casa asunto que es “mejor” o más
eficiente para todos.
Con respecto al
primer punto, Friedrich A. Hayek explicó de una manera muy clara que el
problema de la escasez y dispersión del conocimiento no se resuelve
monopolizándolo en una autoridad central, sino por el contrario, permitiendo su
libre intercambio para que pueda llegar a quien lo necesita para resolver cada
asunto puntual (Competition as a Discovery Procedure). De hecho, cada
persona está en mejores condiciones de juzgar qué considera la mejor solución
para sus propios asuntos, de modo que lo único que el Gobierno debería
hacer en tal caso, es garantizar que el conocimiento pueda ser intercambiado de
la manera más eficiente posible, en lugar de monopolizarlo.
En el caso del
Covid-19, es claro que el problema no será resuelto por la decisión
monopólica de ningún Gobierno, o de la OMS. El mundo espera que miles de
científicos, adheridos a universidades, fundaciones, laboratorios, empresas
farmacéuticas o independientes, desarrollen medicamentos y vacunas que terminen
con el virus, y al mismo tiempo una constelación de empresas provean respiradores,
barbijos, medicamentos y alimento mientras se expande el contagio.
Los gobiernos no
tienen ni ideas ni recursos propios. Sólo se apropian por la fuerza de
ideas y recursos de personas, y los emplean de manera autoritaria, con la
excusa de que ese monopolio será mejor para todos. Pero ese monopolio,
generalmente retrasa el progreso, al tiempo que viola derechos.
Respecto del segundo
punto, debe tenerse en cuenta que la evaluación de las decisiones a tomar
involucran dos niveles de análisis: por una parte, como se dijo, el
conocimiento e información que cada uno posee de maneras diferentes. Pero
además, la decisión requiere valoración, que es individual, a partir
del órdenes de valores, metas y objetivos establecidos por cada persona. No
existen códigos morales colectivos, las personas eligen sus propias escalas. En
una sociedad pacífica, el único principio que permite a cada uno buscar sus
propias metas es el de no agresión. Pero respetando dicho límite, cada persona
es libre de seguir su propio rumbo.
De modo que los
“expertos” gubernamentales propuestos por Thaler y Sunstein no sólo deberían
lidiar con las limitaciones de conocimiento e información, sino que
fundamentalmente intentarían tomar decisiones estandarizadas, aplicables a
millones de personas que intentan ejercer su derecho de buscar cosas
diferentes. Es decir, sustituirían millones de criterios valorativos
individuales por un único criterio general (una moral general) establecido por
los “expertos”.
Para volver al caso
de la invalidada prohibición del jefe de gobierno porteño, la señora Sara,
quien fue prácticamente detenida por cuatro policías por cruzar al parque
frente a su casa para, en sus palabras, “tomar la hora de sol diaria que su
salud necesita”, muy probablemente conocía el riesgo que un contagio de
Covid-19 podría producirle a sus más de 80 años de edad. La decisión de
cuánto riesgo cada uno está dispuesto a enfrentar y cómo sopesar los valores en
juego es algo que ningún experto podría decidir para millones de personas, es
algo que tiene millones de respuestas. La decisión de una persona de 84
años de extender un poco su vida al costo de vivirla encerrada y sin libertad,
o ejercer dicha libertad al costo de poder perder su vida, sólo puede ser
tomada por esa persona. Ningún Gobierno puede imponerla.
Por ello, se puede
discutir si el Gobierno tiene o no facultades para imponer restricciones a las
personas en nombre de la salud de otros a quienes podría contagiar si se
enferma. En esa discusión sería necesario incluir las alternativas para
minimizar contagios que no implican actos de coacción por parte del gobierno,
pues elegir la coacción cuando existen alternativas, es una forma de
violar derechos. Pero lo que no parece tener justificación alguna (al menos
en el esquema de nuestra Constitución nacional) es que el Gobierno
imponga acciones o establezca restricciones a una persona, en nombre de su
propia protección. Esa no es una función del gobierno, es más bien un
delito. Igualmente improcedentes resultan las recomendaciones paternalistas del
Presidente a la gente respecto de qué debería hacer con su tiempo “libre”
durante la cuarentena.
Existe una línea muy
delgada entre la facultad de establecer ciertas restricciones en aras de
proteger los derechos de los demás, y la actitud paternalista de imponer formas
de conducta personal en nombre de lo que el gobierno piensa que es bueno para
cada uno. Esto último marca el inicio de un gobierno autoritario y debe
evitarse a toda costa. Por ello ha sido muy bueno que el jefe de gobierno
porteño recibiera el mensaje de la justicia, en el sentido de que no debe hacer
tales cosas.
Mientras redactaba un
modelo de Constitución para Estados Unidos, sabiendo que la tendencia de todo
gobierno es acumular y abusar del poder, Thomas Jefferson recordó que “el
precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Nunca es más necesario
recordar ese consejo que en tiempos en que el miedo hace que la gente esté más
dispuesta a admitir cualquier acción de quienes en realidad son sus empleados.
Ricardo Manuel Rojas . Infobae