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340 - Carne inadvertida
Somos la carne inadvertida del lenguaje que lee interminablemente la historia del pasado del pensamiento

Poco a poco vamos entrando de lleno en un discurso universal, liso, homogeneizado, y por tanto hegemónico - que ha penetrado a través de una mecánica de la inclusión de lo mismo y la exclusión de lo otro - que acusa un naturalismo perverso, en el que ciertas nociones que ayer aún provocaban asombro, hoy se enuncian con toda parsimonia desde un apostolado autoritario solapado que las utiliza y las retuerce según convenga. El pasado ilumina cualquier pose política del presente denunciando su falsedad, su incoherencia. El itinerario político desenmascara la apropiación manipuladora de la palabra del presente

La palabra pronunciada se vuelve fugaz, fantasmática, ocupa un lugar efímero, un vacío en el espacio que la invisibiliza, una especie de interfaz en la que la comunicación nunca es directa sino siempre mediatizada, succionada por una lengua con sus propios formatos, a su vez atravesada por emisiones y recepciones previas, y que pasará a formar parte de un archivo confuso de signos que cada ser humano guarda en su memoria remixado de ideología y que se manifestará en el lenguaje a través de una automatización y de un anquilosamiento de la escritura, y así las palabras restan como cuerpos vacíos que alojan una muerte que nos mira

Se produce una enunciación de mandatos, guiados por intereses espurios, dirigidos hacia quienes no pueden responder y que fatalmente forman parte de una relación asimétrica y capciosa. El poder se aloja como un parásito en la lengua, forma parte del mismo ADN de toda la humanidad de todos los tiempos y culturas y su amarre es el lenguaje que se sustenta en el poder, es el punto de apoyo de su construcción; es poder, poder extendido, discursivo, que se infiltra hasta donde a primera vista no se lo vislumbra, en las voces autorizadas - voces que se institucionalizan como verdad - que, planificando cuidadosamente cada paso, van desmoronando los derechos de la ciudadanía, ejerciendo la excepción y no la norma, decidiendo sobre las vidas ajenas con un código: el lenguaje, que ha sido estabilizado en un discurso autoritario legitimado, que convierte a la enunciación en su propia ideología

Así, por su esencia misma la lengua implica una fatal relación de alienación. Bastaría con pensar del lado del disenso para arrancarse de la revalidación de un orden conveniente de sentido único que se siente natural ya que nos hemos acostumbrado a percibir como natural el lugar de poder de algunos sobre otros: un “saber de autoridad”

Se vive en el escenario verbal de la trampa, del enlace corrupto de la sintaxis, de las inversiones de sentido, de una manera de nombrar – un lenguaje encubridor que legaliza y certifica todos los niveles de sentido y dibuja una sola línea de comprensión, un lenguaje autoritario, tautológico, que refiere siempre a sí mismo, expulsando la diferencia como “extraña” y desaconsejable

Cuando se habla no se parte de un grado 0 sino a partir de la experiencia de la lengua, desde una acumulación de información prácticamente ilimitada y de saberes no siempre complementarios, de allí que sea imprescindible la reflexión, la toma de consciencia sobre esta situación que es ineludible a toda expresión y que compromete a nuestra individualidad - ya que en cada uno está la posibilidad de la invisibilidad del sistema – configurando un espacio político de disenso como alteración de un poder que organiza y perpetúa las divisiones sociales, que asigna funciones y congela roles e identidades, que halla sus razones en la exclusión de un “múltiple” trastornando las jerarquías en torno al “uno”

La lengua por sí misma no es transgresora ni conservadora, es inevitable, es totalitaria, ya que no impide decir, sino que obliga a decir para imponer un criterio de verosimilitud que cercena el horizonte de expectativas de una sociedad hic et nunc. El lenguaje, al dejar de ignorarse a sí mismo, pasa de instrumento sumiso a decir sus propias leyes. Este giro hace que nos convirtamos en lenguaje, en red de marcas ideológicas

Nunca se puede hablar más que recogiendo lo que se sedimenta en la lengua. Cuando más se persigue algo, más se naturaliza, recolectando connotaciones desde tiempos inmemoriales como una imposición conflictiva

En la lengua, servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Si se llama libertad no solo a la capacidad de sustraerse al poder sino más, y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad sino fuera del lenguaje

 

Pero en el fondo, todas son formas de lenguaje - o sea de poder, un poder discursivo, plural - que encierra una fatal relación de enajenación, una subjetividad inventada para someter. Ser subjetivo es coextensivo con ser efecto de, es decir, “producido”. Incluso algunos discursos que se pretenden neutros se encuentran enmarcados en una serie de determinadas condiciones lingüísticas comunicantes, objetivos de una economía de poder

El lenguaje ha sido estandarizado, aplanado, bajo los mandatos que convierten a la palabra nada más que en una pieza de canje, un archivo de cliches, un mero signo desvirtuado que expone su desgaste y revela la entropía de haber sido usado y abusado a la vez que expropiado y convertido en detritus de la historia que nos narra y que se plasma a través de un orden que genera núcleos de poder en torno a una voluntad de poder que se reputa como única y que es la que genera criterios que luego son los que administran y dirimen nuestras formas de hablar y de pensar y que cualifican nuestra vida política y cultural

Todo lo que excede a la lengua y a su incumbencia y a su fatalidad de enunciarse es simplemente literatura. Es preciso salir de la lengua, aunque se permanezca en el lenguaje, quebrar la significancia, evitar decir lo que el sistema lengua empuja a decir, desconfiar de los cliches repetitivos y persistentes. Ese es el momento en que la lengua reflexiona sobre sí misma, y esa es la óptima condición, el momento oportuno para perturbarla

El texto es el surgimiento mismo de la lengua, y es en su mismo interior donde debe ser resistida, desviada, no por el mensaje del cual es soporte sino por el juego de palabras cuyo texto configura, porque la escritura es una orgía de connotación

Es necesario abjurar cuando el discurso evidencia que se está automatizando, estancando en la iteración. La cuestión no estriba en establecer cuál es el estereotipo que produce la sociedad sino cómo y por qué se produce. Los grupos que se apropian del discurso lo encarnan con su propio nombre: es el discurso mismo del poder, el discurso universal veritativo y objetivo como metalenguaje excluyente, por lo que hay que enfrentarse con el texto evitando mediaciones universalistas y ejecutando una práctica de des-poder que desnude el efecto de espejismo que produce, enfrentarlo entonces como un discurso residual proponiéndose llegar al texto que quedó vivo en el discurso significante. El signo tiene que ser pensado en profundidad para que sea posible abochornarlo. El camino consiste en desbaratar todo discurso consolidado que también es una ficción, ya que toda obra es un proceso de ficcionalización abordado por alguien, no para entender lo que se dijo sino para comprender el mismo proceso por el cual se convirtió en ficción, tratar el lenguaje como un posible territorio de lo impensado haciendo estremecer la gramática, desgarrando los constructos de la representación de la realidad, abriendo la sintaxis para descubrir la evidencia que desarticule el propio texto dado que es el mismo lenguaje lo que hace al ser humano capaz de ser el ser vivo que es en tanto que individuo y también de resguardarlo y de impedirle ser el instrumento de clonación de los discursos de poder

Un discurso se impone en la enseñanza, por ejemplo, pero no es que la enseñanza resulte opresiva por el saber impuesto sino por el discurso con el que se lo envuelve que, al imponerse como único y cierto, se pretende totalidad, anonada la significación y la convierte en significado. Toda lectura, toda enseñanza es fantasmática y la historia es el lugar fantasmático por excelencia

Los discursos que rezuman autoridad intencionalmente se delatan por su autorreferencialidad y por una pretendida autosuficiencia que no requieren al otro salvo como soportes ambulantes y vacíos – containers -  para diseminarlo. Dividen, discriminan, excluyen, devoran el disenso. Se apoyan en una sumisión incondicional. No se trata de un discurso clausurado sobre sí mismo, sino que necesita de un interlocutor que se le someta, una doble jerarquía entre ambos. Esa jerarquía social dada de antemano genera una jerarquía discursiva.  Mientras tanto, el destinatario se ve privado de su libertad - en un sentido ingenuo - al exigírsele ese servilismo

Frente a esta situación, la rebeldía sería la insumisión, no ante el discurso autoritario en sí, sino ante la precariedad de la propia situación, pero la única respuesta que el discurso autoritario puede admitir es la sumisión, esto es, la pérdida de los derechos del receptor en favor de los propios. El sometido se caracteriza por la carencia de un pensamiento propio y por la dependencia del pensamiento del otro, por lo que se deduce que la sumisión es parte constitutiva del discurso de autoridad, parte de su esencia, lo que le confiere su razón de existir y su verdadera naturaleza. Las relaciones autoritarias, por tanto, nacen de una asimetría de roles sociales, de una estructura jerárquica donde el que impone su palabra está capacitado para sostener su discurso y el que lo escucha incapacitado para contrarrestarlo, pero tan autoritario es el destinador como el destinatario porque éste con su sumisión lo hace posible, marcando una peligrosa sintonía con el síndrome de Estocolmo

La desigualdad no se alimenta más de la debilidad de los que se sienten superiores como de la superioridad de los que consideran que su pasividad no importa

 

Hay que poner de relieve que lo que mejor subraya el carácter del sumiso incondicional es el hecho de que el receptor que se ha situado en la órbita presuposicional de quien se impone, que ha sometido parte de sus presupuestos, ya es casi fatal que los entregue todos. La prueba es que todo autoritarismo ideológico suele ir acompañado por un autoritarismo comunicacional. El sujeto emisor necesita conocer bien los presupuestos del otro para poder reducirlos mejor mediante la persuasión y las distintas retóricas completamente frontales y desenmascaradas que hoy ya son parte del “ars” política. Conocer al enemigo es la mejor forma de vencerle. El fin último es obligar al sometido a compartir sus principales presupuestos, creencias y opiniones de forma absolutamente incondicional. Una rendición

Un discurso autoritario carente del sometido es absurdo, es un gesticular sin eco alguno

El lenguaje ha olvidado lo que nombró un día y que necesitamos nombrar de nuevo para saber qué somos y cómo hemos de vivir. Buscar el verbo en cada uno, la palabra viva

El desierto crece. El hombre ya no es alma ni sujeto, no queda nadie porque el que es no es nadie. Queda vivir en las ranuras o en la errancia, habitando lo abierto, fuera de los últimos hombres

           Nietzsche

 

 

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Diciembre 2020