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398 - Roland Barthes. Atravesar la noche transgresora
Hoy se vive bajo la permanente sensación de ser engañados, de circular sobre un suelo de mentiras, un territorio rebasado de sombras que ponen en entredicho todos los discursos, las opiniones, la información. No es posible determinar dónde termina la verdad y dónde empieza su espejo deformante. Todo puede ser neutralizado. Consumistas de fetiches, también consumimos simulacros de democracia, discursos gastados, corroídos de usura, relatos de relatos, puestas en escena de una demagogia cerril, el "pegoteo de las contradicciones" ¿Quién tiene el poder de imponer las mentiras y quién la posibilidad de construir contra-poderes?


¿Qué hay detrás de las palabras que configuran nuestro panorama cultural, político y social? Pregunta crucial en este tiempo exacerbado de embustes, de impostura ¿Por qué volver a Barthes? ¿Nos fuimos alguna vez? Fue el gran explorador del lenguaje, del máximo instrumento de la violencia legal del Poder, y aunque para algunos hoy quizá se haya desvanecido, en otros sigue teniendo un peso inagotable e imborrable y son los que advierten que caminan sobre sus huellas

Sabemos que los que detentan el poder pueden controlar el aparato cultural de forma que él mismo reconozca y teorice su discurso, pero, al mismo tiempo no pueden existir si el aparato cultural no revalida su definición de la verdad. Todo poder trata de ganarse el consenso para que se le reconozca como legítimo transformando la obediencia en adhesión. Está presente en los más finos mecanismos del intercambio social, no solo en el Estado, las clases, los grupos, sino también en las modas, las opiniones corrientes las relaciones familiares y privadas y hasta en los movimientos liberadores que tratan de impugnarlo. Llamo discurso de poder a todo discurso que engendra la falta y, por ende, la culpabilidad del que lo recibe, afirma Barthes. El malestar crítico surge de la intolerancia ante la mezcla de mala fe y buena consciencia que caracteriza la moralidad general

Algunos esperan de nosotros, intelectuales, que actuemos contra el Poder, pero nuestra verdadera guerra está en otra parte, en los poderes: no se trata de un combate fácil porque, plural en el espacio social, el poder es perpetuo en el tiempo histórico: expulsado, extenuado aquí, reaparece allá; jamás perece: hecha una revolución para destruirlo, prontamente va a revivir y a rebrotar en un nuevo estado de cosas. La razón es que el poder es el parásito de un organismo transocial, ligado a la entera historia del hombre, y no solamente a su historia política, histórica. Aquel objeto en el que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es el lenguaje, o, para ser más precisos, su expresión obligada, la lengua

La “inocencia” moderna habla del poder como si fuera uno: de un lado los que lo poseen, del otro los que no lo tienen;  se creyó que el poder era el poder, que era un objeto ejemplarmente político, y ahora se cree que es también un objeto ideológico, que se infiltra hasta allí donde no se lo percibe a primera vista – en las instituciones, en las enseñanzas – pero que en suma es siempre uno. Pero, ¿y si el poder fuera plural, como los demonios? “Mi nombre es Legión”, podría decir: por doquier y en todos los rincones, jefes, aparatos, masivos o minúsculos, grupos de opresión o de presión; por doquier voces “autorizadas”, que se autorizan para hacerse escuchar el discurso de todo el poder:  el discurso de la arrogancia

La condición indispensable para que el aparato cultural no quede anegado por la irreflexión es la crítica. Explica Barthes que la sociedad elabora una ideología universalista caucionada por Dios o por la naturaleza, o, en última instancia, por la ciencia, y todas esas coartadas funcionan como disfraces, máscaras impuestas a los signos, la mistificación.

Esta marca mistificadora conlleva una marca moralizadora. El gran peligro para nosotros los occidentales, desde el momento en que no reconocemos los signos por lo que son, o sea, signos arbitrarios, es el conformismo, la puerta abierta a los límites de tipo moralizador, a las leyes morales, a los límites de la mayoría

Barthes apunta a la organización de la sociedad: son los sistemas semióticos de nuestro tiempo - moda, publicidad, información – que anclan la significación de los textos a la lengua verbal; es la cultura homogeneizada que necesita tener bajo control sus propios mensajes y encarga a la lengua el rol de anclaje de un posible sentido. Barthes pensó nuestra civilización como una civilización de la escritura más que una sociedad de imágenes porque es una sociedad que opera continuas formas de control de la comunicación a través del sistema del signo totalizador que es la lengua. Las formas comunicativas que circulan en el espacio social son sistemas complejos y estratificados que apoyándose en lenguajes ya existentes producen ulteriores lenguajes

La lengua implica una relación fatal de alienación a causa de su misma esencia. Hablar es someterse, - dijo Barthes en una sentencia que le valió largas críticas - la lengua es una reacción generalizada. No es ni reaccionaria ni progresista, sino simplemente fascista, ya que el fascismo no es impedir decir, es obligar a decir

Se trataba de comprender (o de describir) cómo una sociedad produce estereotipos, colmos de artificio que consume enseguida como unos sentidos innatos, o sea, colmos de naturaleza. El método no puede referirse más que al propio lenguaje en tanto lucha por desbaratar todo discurso consolidado

La figura del estereotipo, es esa palabra repetida fuera de toda magia, de todo entusiasmo, como si fuera natural, como si por milagro esa palabra que se repite fuese adecuada en cada momento por razones diferentes. En este punto Barthes recurre a Nietzsche quien ha señalado que la “verdad” es el resultado de la solidificación de antiguas metáforas: en ese sentido, el estereotipo es la vida actual de la verdad, el rasgo palpable que hace transitar el ornamento inventado hacia la forma canónica, constrictiva del significado

Hay que llevar el combate más lejos, tratar de fisurar no los signos sino la idea misma de signo, operación que se podría llamar una semioclastia, una ciencia encargada del análisis del inconsciente colectivo y de los mecanismos de dominación con los que se estructura la sociedad de consumo y sus procesos ideológicos comunicativos. La semioclastia será el intento de darle a la semiología el estatuto de un saber móvil, y no condenado a la repetición, al estereotipo, a un saber como catecismo, o sea la semiología como saber

Se propone indagar sobre cuáles son las condiciones y operaciones por las cuales el discurso puede desprenderse de la coacción de los poderes del leguaje, escapar de la acción que ejercen. Para Barthes el poder está agazapado en cada discurso que se sostiene así aun si fuera a partir de un lugar fuera del poder

El punto de partida de su reflexión era un sentimiento de impaciencia ante lo “natural” con que la prensa, el arte, el sentido común, encubrían permanentemente una realidad que no por ser la que vivimos deja de ser histórica; sufría ante la confusión entre naturaleza e historia y ponía de manifiesto el abuso ideológico que se ocultaba en la exposición decorativa de lo evidente-por-sí-mismo

Naturalizar es una forma de ejercer la violencia. La verdadera violencia es la de lo que se da por sentado: lo que es evidente es violentoen suma, lo natural es el último de los ultrajes. Tiene el estatuto de una ilusión, pues lo natural no es un atributo de la naturaleza física, es la coartada con que se ampara una mayoría social: lo natural es una legalidad

La naturalización es el efecto ideológico que producen los discursos. La ideología supone una naturalización de la realidad social. Para Barthes, el mito (o ideología) es lo que transforma la historia en naturaleza dando a signos arbitrarios connotaciones obvias e inalterables. El signo “sano” es aquel que desvergonzadamente muestra su propia gratuidad. El significante mítico es el que astutamente elimina esta radical falta de motivación, suprime el trabajo simbólico que lo produjo y así nos permite considerarlo “natural”

Al aceptar que el hombre se sumerge a cada instante en una falsa naturaleza, la mitología intenta encontrar, bajo las formas inocentes de la vida de relación más ingenua, la profunda alienación que esas formas inocentes tratan de hacer pasar inadvertida. El develamiento que produce la mitología es, por tanto, un acto político. Pero el mito no puede definirse ni por su objeto ni por su materia. Un mito se inscribe en diversas materialidades o soportes: el discurso escrito, así como la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad. El mito no oculta nada, no “pregona” nada, no “hace desaparecer” nada. El mito deforma. Es proteico. No es ni una mentira, ni una confesión, es una inflexión, transforma la historia en naturaleza. Pues, según Barthes el mito es leído como un sistema factual, no como el sistema semiológico que es: el consumidor del mito toma la significación por un sistema de hechos

Para Barthes, el mito funda el mundo como naturaleza y eternidad; le confiere una claridad que no es la de la explicación sino la de la comprobación. Organiza un mundo sin contradicciones, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas. La sociedad invierte allí sus intereses esenciales: el universalismo, el rechazo de explicación, una jerarquía inalterable del mundo. La tarea de la semiología era desnaturalizar la confusión naturaleza – historia. Si el mito es un “dispositivo”, al analizarlo se desarma y se desmonta un artificio

La naturalización también tiene que ver con el olvido del proceso de configuración del objeto –mercancía(Marx) pero para Althusser tiene que ver con la negación. Lo que sucede en la ideología, aclara, parece que sucede fuera de ella. Por eso aquellos que están en la ideología se creen fuera de ella, ya que la ideología nunca dice “soy ideológica

Barthes comprendió antes que Althusser que la ideología no se sitúa en las creencias vagas e inefables o los grandes prejuicios conscientes o inconscientes (el cielo de las ideas) y que posee, en cambio, una realidad material, corporal y orgánica, una materialidad, y que su poder consiste en confundirse con la realidad, habitarla e investirla con sus formas más concretas, más cotidianas, más consumibles y disfrazarse de naturaleza. La lengua trabajada por el poder ha sido el objeto de estudio de la semiología, por tanto, es una manera de repensar por completo la cuestión de la alienación de un modo efectivo en que el lenguaje es la gran cuestión, la apuesta decisiva

Si cuando Barthes propone la semiología como crítica ideológica a partir de “un fino instrumento de análisis” privilegia un gesto, la desnaturalización, hay que tener en cuenta que la misma doxa habita el propio lenguaje del semiólogo y por tanto no hay la distancia respecto del objeto. Pero es ese ejercicio de pensar asumiendo las mitologías del propio mitólogo, esa tarea de analizar desde la imposibilidad de la transparencia del lenguaje es lo que entroniza el gesto barthesiano en una estirpe que reivindicamos en nuestro tiempo

La desnaturalización deviene un gesto inaugural a la vez que un hilo que atraviesa la trama semiológica barthesiana. No hay usos lingüísticos inocentes, dijo Barthes allá por 1977, porque el lenguaje es una legislación y cada lengua un código. Una lengua no se define tanto por lo que permite expresar sino por lo que nos obliga a decir. Nos obliga a clasificar según un determinado reparto de categorías, a escoger, a jerarquizar según un determinado orden sintáctico, a excluir la opacidad y a ratificar lo representado hasta convertirlo en cliché. Por lo tanto, el lenguaje como ley y cada lengua como código nos arrastra al reino de los vencedores y, en consecuencia, a repetir sus olvidos: los sentidos obviados, las formas de vida excluidas, las existencias no reconocidas

En nuestro Occidente, en nuestra cultura, en nuestra lengua y nuestros lenguajes, hay que comenzar una lucha a muerte, una lucha histórica con el significado. Se la podría llamar la destrucción de Occidente, en una perspectiva nihilista, en el sentido casi nietzscheano, como una fase esencial, indispensable, inevitable, del combate, del advenimiento de una nueva era de sentir, una nueva manera de pensar (2005)

Cada régimen tiene su escritura cuya historia está todavía por hacerse. La escritura, esa forma comprometida de la palabra, contiene a la vez por una preciosa ambigüedad el ser y el parecer del poder, lo que es y lo que quisiera que se crea de él. Una historia de las escrituras políticas sería, por lo tanto, la mejor de las fenomenologías sociales. Este hecho de escritura es, por otra parte, propio de todos los regímenes autoritarios

La semiología no es una ciencia, sino que es un saber y su estatuto es el de la intervención y su hacer el del gesto sutil, agudo, un estilete, un saber que en Barthes se traduce en una ética, dice Nicolás Rosa, y agrega, Barthes fue un escritor que siempre reivindicó el fuera de lugar, la atopía, la extranjeridad como la posición deseable para poder leer, pensar, escribir, pero advertía que el intelectual no puede atacar directamente los poderes constituidos, pero puede inyectar estilo de discursos nuevos para hacer que las cosas se muevan

La literatura es el medio por el cual el sujeto puede desplazarse por fuera del poder que se ejerce en los discursos, hacerle trampas a la lengua

Seguir el camino de la crítica de Roland Barthes es adentrarse en los límites del conocimiento. La imposibilidad de vivir fuera del texto



Setiembre 24 de 2021