Disperazioni senza un po
di speranza. Pier paolo Pasolini 1922-1975
Si digo que era un ángel, creo que no
se podría decir nada más estúpido de él. ¿Un ángel pintado por Cosimo Tura? No.
¡Hay un San Jorge de Tura que es su vivo retrato! Le horrorizaban los santos
oficiales y los ángeles beatíficos. Entonces, ¿por qué decirlo? Porque su
habitual e inmensa tristeza le permitía compartir bromas, y la expresión de su
rostro afligido repartía carcajadas adivinando quién las necesitaba más. Y
cuanto más íntimo era su contacto, más lúcido se volvía. Podía hablarle a la
gente con suaves susurros sobre las cosas terribles que le pasaban y, en cierta
manera, sufría un poco menos. "... porque nuestra desesperación nunca está
exenta de un poquito de esperanza".
Creo que dudaba mucho sobre sí mismo,
pero nunca de su don profético, que quizá fuera lo único de lo que le habría
gustado dudar. Sin embargo, al ser profético, viene en nuestra ayuda para
interpretar nuestras vivencias actuales. Acabo de ver una película de 1963. Es
asombroso que nunca se distribuyera. Llega como un mensaje providencial que,
cuarenta años después, es arrastrado a nuestra playa dentro de una botella.
En 1962 la televisión italiana tuvo
una brillante idea: la de invitar a un director de cine a responder a la
pregunta: ¿por qué en todo el mundo se teme a la guerra? El director tendría
acceso a los archivos de los informativos televisivos del periodo 1945-1962 y
podría editar el material que quisiera y redactar un comentario para
acompañarlo. El programa sería de una hora. La pregunta era
"candente" porque, en ese momento, el miedo a otra guerra mundial
cundía realmente por doquier. La crisis de los misiles nucleares entre Cuba,
Estados Unidos y la URSS había tenido lugar en octubre de 1962.
La televisión preguntó a Pasolini,
que ya había realizado Accattone, Mamma Roma y La
ricotta, y que era una figura polémica habitual en los titulares. Y
éste aceptó. Rodó la película y la tituló La rabbia [La rabia]. Cuando
los productores la vieron, les entró miedo e insistieron en que otro director,
el periodista Giovanni Guareschi, bien conocido por sus ideas derechistas,
hiciera una segunda parte y que ambas películas se presentaran como si fueran
una sola. Al final, ninguna de las dos se emitió.
Yo diría que La rabbia no
se inspira en la cólera, sino en un feroz sentido del aguante. Pasolini observa
lo que ocurre en el mundo con una lucidez inquebrantable. (Hay ángeles
dibujados por Rembrandt que tienen la misma mirada). Y lo hace porque la
realidad es lo único que podemos amar. No hay nada más. Su rechazo de las
hipocresías, medias verdades y falsedades de los codiciosos y los poderosos es
total, porque alimentan y fomentan la ignorancia, que es una forma de ceguera
frente a la realidad. También porque profanan la memoria, incluso la memoria del
propio lenguaje, que es nuestro principal patrimonio.
Sin embargo, la realidad que amaba no
podía asumirse sin más, porque en ese momento representaba una decepción
histórica demasiado profunda. Las antiguas esperanzas que florecieron y se
ampliaron en 1945, después de la derrota del fascismo, habían sido
traicionadas. La URSS había invadido Hungría. Francia había iniciado su guerra
cobarde contra Argelia. El acceso a la independencia de las antiguas colonias
africanas era una farsa macabra. Lumumba había sido liquidado por los títeres
de la CIA. El neocapitalismo ya estaba planificando su toma del poder mundial.
Sin embargo, pese a todo, lo que se
nos había legado era demasiado precioso y demasiado problemático como para
abandonarlo. O, dicho de otra manera, era imposible dejar a un lado las tácitas
y ubicuas exigencias de la realidad. La exigencia que había en la forma de
llevar un chal. En el rostro de un muchacho. En una calle llena de gente
exigiendo menos injusticia. En la carcajada de sus expectativas y en la
temeridad de sus bromas. De ahí surgía su cólera frente al aguante.
La respuesta de Pasolin era sencilla:
la lucha de clases explica la guerra.
El filme termina con un soliloquio
imaginario de Gagarin, que, después de observar la Tierra desde el espacio
exterior, comenta que todos los hombres, vistos desde esa distancia, son
hermanos que deberían abjurar de las sangrientas prácticas del planeta.
Sin embargo, lo esencial es que la
película contempla experiencias que se suelen dejar de lado. La frialdad del
invierno para los indigentes. La calidez que el recuerdo de los héroes
revolucionarios puede reportar, el carácter irreconciliable de la libertad y
del odio, el aire campesino del papa Juan XXIII, cuya mirada sonríe como una
tortuga, las culpas de Stalin, que eran las nuestras, la diabólica tentación de
pensar que las luchas han terminado, la muerte de Marilyn Monroe y la belleza,
que es lo único que queda de la estupidez del pasado y el salvajismo del
futuro, la naturaleza y la riqueza, que son la misma cosa para las clases
pudientes, nuestras madres y sus lágrimas hereditarias, los hijos de los hijos
de los hijos, las injusticias que surgen incluso de una noble victoria. Los
comentarios que se superponen a la filmación en blanco y negro los hacen dos
voces anónimas, que en realidad son las de dos amigos suyos: el pintor Renato
Guttuso y el escritor Giorgio Bassani. Una es como la voz de un comentarista
apresurado y la otra como la de alguien medio historiador y medio poeta, la voz
de un adivino.
La primera voz nos informa y la
segunda nos recuerda. ¿El qué? No exactamente lo olvidado (es más astuta), sino
más bien lo que hemos decidido olvidar, y con frecuencia esas decisiones
comienzan en la infancia. Pasolini no olvidó nada de su infancia: de ahí que en
su búsqueda coexistan siempre el dolor y la diversión. Se nos avergüenza por
nuestro olvido.
Las dos voces funcionan como un coro
griego. No pueden influir en el resultado de lo que se nos muestra. No
interpretan. Cuestionan, escuchan, observan y dan voz a lo que el espectador
puede estar sintiendo, con más o menos incapacidad para expresarlo. Y lo logran
porque son conscientes de que el lenguaje, al compartirlo los actores, el coro
y los espectadores, es el depositario de una antiquísima experiencia común. El
propio lenguaje es cómplice de nuestras reacciones. No se le puede engañar. Las
voces se alzan, no para rematar un argumento, sino porque, dada la longitud de
la experiencia y el dolor humanos, sería vergonzoso que no dijeran lo que
tienen que decir. Si no se dijera, nuestra capacidad para ser humanos se vería
algo reducida.
En la Grecia antigua el coro no se
componía de actores, sino de ciudadanos varones, elegidos para ese año por el
director del coro, el choregus. Representaban a la ciudad,
venían del ágora, del foro. Sin embargo, al ser el coro se
convertían en las voces de varias generaciones. Cuando hablaban de lo que el
público ya había reconocido, eran abuelos. Cuando daban voz a lo que el público
sentía pero había sido incapaz de expresar, eran los no nacidos. Todo esto lo
hace Pasolini sin ayuda de nadie por medio de sus dos voces, mientras aprieta
el paso rabioso entre el mundo antiguo, que desaparecerá con el último
campesino, y el mundo futuro del cálculo feroz.
En varias ocasiones el filme nos
recuerda los límites de la explicación racional y la frecuente vulgaridad de
términos como optimismo y pesimismo.
Anuncia que los mejores cerebros de
Europa y de Estados Unidos explican teóricamente lo que significa morir (luchar
junto a Castro) en Cuba. Pero lo que realmente significa morir en Cuba -o en
Nápoles o en Sevilla- sólo puede decirse con compasión, a la luz del canto o
las lágrimas.
¡En otro momento nos propone a todos
que soñemos con el derecho a ser como eran algunos de nuestros antepasados! Y
después añade que sólo la revolución puede salvar el pasado.
La rabbia es una película sobre el amor. Su espíritu
está muy cerca del comentario que hace Simone Weil en La pesanteur et
la grace: "Amar a Dios más allá de la destrucción
de Troya y Cartago, y sin consuelo. El amor no es consuelo, es luz".
O, por decirlo de otro modo, su
lucidez es como la del aforismo de Kafka: "En cierto sentido, el Bien es
inconsolable".
Por eso digo que Pasolini era como un
ángel.,
La película dura solo una hora, una
hora ideada, medida y editada hace cuarenta años. Y contrasta tanto con los
noticiarios que vemos y con la información que nos ceban en la actualidad que,
al terminar la hora, te dices que hoy en día no sólo están desapareciendo y
extinguiéndose especies animales y vegetales, sino prioridades humanas que, una
tras otra, están siendo sistemáticamente rociadas, no de pesticidas, sino
de eticidas: agentes que matan la ética y, por consiguiente,
cualquier idea de historia y de justicia.
Especialmente atacadas se ven
aquellas de nuestras prioridades que proceden de la necesidad humana de
compartir, legar, consolar, condolerse y tener esperanza. Y los medios
informativos de masas nos rocían día y noche con eticidas.
Puede que los eticidas sean
menos efectivos, menos rápidos de lo que los controladores esperaban, pero sí
que han logrado enterrar y esconder el espacio imaginario que cualquier foro
público central representa y precisa (nuestros foros están por todas partes,
pero, por el momento, son marginales). Y Pasolini, en el erial de los foros
ocultos (que recuerdan al páramo en el que fue asesinado por los fascistas), se
une a nosotros con su Rabbia y su duradero ejemplo de cómo
llevar el coro en la cabeza
Setiembre 28 de 2021