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619 - Los corredores de la estética y el Poder
La estética sería el eterno combate en torno al rediseño del campo político - siempre en permanente contingencia y devenir - que lo reinventa continuamente, por lo que nunca existe un proyecto político último, no obstante el pensamiento persista en encontrarlo

El mismo hecho de pensar implica la perspectiva de una apertura hacia lo posible (una utopía?) que no remite a lo puramente fáctico, pero tampoco se abandona al puro idealismo totalitario, que puede llevar al fanatismo. Su empeño consiste en considerar abierta la perspectiva de la racionalidad de un momento dado - un tipo de paradigma que estipula las formas en que “debería ser todo” - Pero esta posibilidad no se ve como una idealización de la realidad, sino que precisamente se recuesta en la utopía en cuanto realización que se enfrenta a las contingencias, a la razón dominante y su resistencia frente a la razón posible que es su apertura y su quiebre

 

En el campo de la estetización de la política se evidencia una comprensión de la estética en términos del “arte por el arte”, es decir, como un ámbito completamente autorreferencial , separado de todas las otras dimensiones de la vida y de sus búsquedas

El arte por el arte” también se convierte en el lema de la sacralización del arte en la modernidad, y mostraría cómo éste tiende a sustituir la trascendencia religiosa en la época del nihilismo subjetivista y de la “muerte de Dios”. En los discursos fascistas Benjamin da cuenta de como la guerra, por ejemplo, es exaltada desde su traducción de los principios del “arte por el arte” ritualizándola desde valores de culto. Esta circunstancia implicaría la sustitución de una práctica concreta de transformación de las relaciones sociales por una escena ritualizada

 

La estetización de la política involucraría su transformación en escenificación, en una puesta en escena para producir ciertos efectos sobre las gentes con el fin de amalgamarlos como masas: una política del espectáculo que se sirve de los valores rituales del esteticismo para moldearlas dejando incólumes sus condiciones sociales y arrastrándolas a su propia destrucción

 

Al estetizar la política por esta vía se pretende dar lugar a una distancia que no permite la reflexión crítica, sino el aferrarse a un ideal que aparece lejano y que permite depreciar todo aquello que muestre las limitaciones o la inutilidad de la ideología defendida. Así, el individuo se siente absorbido, dominado, por la totalidad que contempla. Una totalidad que nos entrega el mundo desde una única mirada homogénea, desde la cual las diferencias de puntos de vista resultan descartables

 

Pero la estetización de la política que caracteriza al totalitarismo también puede significar que en este régimen ciertas formas de arte se vuelven constitutivas de la manera de ejercer la política. La arquitectura, por ejemplo, se entendería como “autorrepresentación identificatoria de una comunidad histórica dada”, y colaboraría de esta forma en la institución de un espacio específicamente totalitario. Como ya lo había reconocido Arendt,

 

existe una estrecha relación entre poder totalitario y la dominación de las masas, pues, a través de su ideología, aquél busca otorgar una identidad a unos sujetos que se sienten a sí mismos desvinculados y desenraizados

 

Y Lacoue-Labarthe y Nancy han vinculado la estetización de la política totalitaria con la producción de una “identidad total”,

La estetización de la política en el régimen nazi coincide con la producción de lo político como obra de arte. En la democracia también se pueden ver operando una lógica totalizadora y ciertas asunciones ligadas con nuevas formas de totalitarismo

 

Sin embargo, esta idea de la política como obra de arte conduce a una consideración más amplia no solo sobre el totalitarismo, sino que se extiende a toda la tradición occidental sin excluir la democracia que cobija lo estético en su mismo centro

Toda ideología contiene elementos totalitarios. Es una visión abarcadora del mundo, que se asume como indiscutible. Se trata además de una explicación que se concibe como independiente de toda experiencia, y que funciona de acuerdo con una consistencia que no tiene en cuenta de ninguna manera la contingencia y la complejidad de la realidad, al pretender explicarla desde la idea de un proceso único y coherente, como recalcó Arendt,

 

Cuando una ideología se asume de manera radical, como lo habrían hecho los totalitarismos, la realidad se toma como un material que se puede conformar de acuerdo con esa explicación total, sin tener en cuenta intereses concretos, circunstancias comunes, ni las diferencias, la temporalidad y la finitud de la existencia. Desde este “idealismo”, desde esta “inquebrantable fe en un ideológico mundo ficticio” lo que se impone es la consistencia y pureza del ideal: lo que importa es conformar el mundo de acuerdo con la ilusión dominante, independientemente de las circunstancias que muestre la realidad. Así como el artista toma la materia de la que se sirve para conformar su obra de arte, desde esta misma perspectiva la realidad se toma como ese material bruto al que se le puede dar forma, que puede transformarse y moldearse de acuerdo con un determinado modelo, a tal punto que de pronto “todo parece posible”.

 

Ese modelo es la imagen de mundo, de una identidad plena, de una comunidad total que se pretende encarnar en la realidad como un proyecto, como una obra a realizar que exige una completa transformación de la vida pública, según sus propias visiones

 

Es en este sentido, entonces, que la estetización de lo político en el nazismo equivale a la producción de lo político como obra de arte total. Pero con tales consideraciones también afirman que el totalitarismo no es simplemente sinónimo de irracionalismo, sino un fenómeno que funciona de acuerdo con una determinada lógica, una lógica totalitaria, la lógica de un mito que no es otra que la de su autoefectuación: la formación y realización de su imagen de mundo, que se comprende como la autorealización de la comunidad, el autoefectuarse de esta idea en la realidad

 

Lo creado nunca es una empresa acabada , no es un sueño , una apuesta a un “mundo feliz”. Por el contrario, el sujeto creador debe entenderse como artífice de un mundo posible que nunca llega a su término y lo creado debe estar siempre abierto a su reinterpretación crítica, para no caer en el fanatismo idealista

 

Lo estético comprende dimensiones del hombre que no son la pura razón: lo pasional, lo instintivo e incluso sus mismas contradicciones que forman parte constante del hombre, así una posible utopía debería ubicarse en la dialéctica misma del desequilibrio y el delirio de lo humano, del error y la afirmación, de lo terrorífico y lo bello, en la dimensión compleja de lo humano y por lo tanto aceptar el caos, la diseminación de sus fuerzas, y el mismo hastío que muchas veces derrumba el empuje en el diario vivir.

Es preciso entender que solo en la creación se logra superar lo contingente, la finitud de la vida

La vida humana tiende a lo simbólico en cuanto formas posibles de vida que se sustentan en la imaginación donde se posibilita subvertir las relaciones de dominación desde los dominados. La única manera de realizar el cambio es desde el individuo, desde la auto educación, auto responsabilidad y la auto consciencia crítica; desde el ejercicio y potenciación de la libertad

 

 

El hombre-estado es también un artista. La gente es para él lo que la piedra es para el escultor. El líder y las masas son por lo menos un problema entre sí, del mismo modo que el color es un problema para el pintor. La política sería el arte plástico del estado como la pintura es el arte plástico del color

 

Desde otro lugar, en la modernidad se da una nostalgia por una “primera humanidad productora de mitos”, que tiene que ver con la pretensión de apropiarse de su origen, de regresar a sus fuentes “para reengendrarse en ellos como el destino mismo de la humanidad”. En efecto, el mito tiende a privilegiarse y a exaltarse al comprenderse como una narración sobre el origen, que nos vincula a una fundación, y que se pretende además originaria, dada su vinculación con tal origen. El mito se comprende así como un discurso para revisar, para repensar, “un habla plena, original, ya reveladora y fundadora de la ‘esencia’ de una comunidad” y, a la vez, como explicación de sus “destinos”

Así, la comunidad se piensa como realización de una subjetividad absoluta, como el fin en el que ella se realiza, o como el origen al que debe volver para reapropiarse, para volver a sí y reconocerse plenamente. De ahí esa nostalgia por el origen, por una comunidad integrada y plena, que iría de la mano con la exaltación moderna del mito, pero sobre todo, la comunidad se concibe en términos de un sujeto, de una sustancia, de una identidad absoluta, indivisa, aislada y autosuficiente que redime al ser humano de la contingencia, alteridad y finitud de la existencia

 

Existe una relación específica entre el concepto de lo estético y lo político, un cuestionamiento acerca de lo sensible, donde la democracia juega un papel fundamental, entendiendo por democracia ese hilo que de un modo u otro abre posibilidades de entendimiento de una política sin un fundamento último o esencial

 

La “estética” no es una denominación teórica del arte sino un régimen específico de identificación, una manera en que se articulan las formas, visibilizando esas representaciones y modalidades del pensamiento y sus relaciones históricas. El régimen que de allí emerge es inseparable de un reparto de lo sensible. En la base de la política siempre hay una estética, maneras de visibilidad que ocupan su posibilidad, en cuanto competencia de ‘ver’ en la capacidad de hablar acerca de las propiedades de los espacios y su manifestación en la apertura

 

La política era el conflicto mismo sobre la existencia de este espacio. El arte tiene que ver con la política en la medida que se relacione con una propuesta de distribución nueva del espacio material y simbólico, de una enunciación específica en reconfigurar esa sensibilidad, en la introducción de vías innovadoras, de sujetos y objetos, en cuanto creación de disensos, siendo estos lo que se denomina la estetización de la política, la manera en que las prácticas y formas de visibilidad intervienen en la división de lo sensible y en su re-elaboración

La política del arte es entonces una forma de intervenir en la distribución de lo sensible, acorde a la enunciación no solo en cuanto acto verbal sino en su connotación performativa, que interrumpa las coordenadas normales de la experiencia sensorial en una doble relación entre el orden simbólico e histórico y material, puesto que el arte responde a determinada constitución comunitaria. Aguas ranciereanas

 

El sujeto político es un efecto de la unión y desarticulación de las partes de lo sensible, de la experiencia misma, es el escándalo suscitado al interior de lo político que mantiene el cuestionamiento permanente a través de la enunciación constante por parte del demos

 

La política es una actividad que rompe la configuración sensible, es precisamente el tiempo en que los consensos se rompen actualizados por una fuerza que supone la creación de una comunidad comprometida y que se opone a cierta manifestación de poder. Por lo tanto, la política siempre necesita de la descripción de una situación común para generar una oposición significativa

La irrupción de la política es constituida por momento de disenso, de dispersión de lo instituido, una ruptura en la red de lo establecido que da apertura a la construcción de unas formas diferentes de distribución. Se efectúa no bajo los condicionamientos de la política, o lo establecido e instaurado por el ejercicio de la política entendida a modo de institución propiamente dicha, sino en el momento de lo político; allí es donde lo posible nace en cuanto redefinición de lo real, el momento político es el “instante” de proyección de lo utópico, que es en sí una estetización de lo político

 

Interesan las palabras de Nancy en “La comunidad desobrada”; habla de lo que allí denomina “lógica de la inmanencia”, inseparable tanto de la lógica del mito como de la metafísica del sujeto. Dicha lógica se relaciona, precisamente, con la confianza en una significación que se asume como existente en sí misma, como ab-soluta, como una totalidad que el ser humano sólo debe recoger, reconocer y realizar, para realizarse a sí mismo en su “esencia”. Esta asunción trae consigo la pretensión de comprenderlo todo desde una unidad de sentido que no deja lugar para lo radicalmente otro; pero también implica el supuesto de que hay una esencia humana por realizar, de modo que el “ser humano es el productor de su esencia”, aquel que puede alcanzarse a sí mismo en su meta esencial

 

Precisamente, desde esta perspectiva, la “comunidad humana” se concibe como “la comunidad de los seres que producen por esencia su propia esencia como obra, y que además producen esta esencia como comunidad” El problema detrás de esta lógica totalitaria, señala Nancy, es que es justamente el pensar la comunidad desde la inmanencia es lo que ha hecho imposible pensar la comunidad. Pensarla, nos dice, desde su exigencia inaudita, más allá de todo modelo comunitarista

 

Derrida afirma cómo el trasfondo humanista de la modernidad –e incluso de la filosofía contemporánea hasta Heidegger– impide una apertura real a la alteridad, así afirma,

 

el humanismo supone una reducción al sentido, en lugar de abrir las puertas para una reducción “del” sentido sino como aquello que nos acontece ya desde siempre, que nos es dado como un “don que hay que renovar”, como una “tarea infinita en el corazón de nuestra finitud” Así como la comunidad no es algo a realizar, una obra por hacer, no es tampoco algo que hayamos perdido o que podamos perder

 

No podemos no com-parecer, nos dice Nancy

 

En esa medida, es el delirio totalitario de una comunión que, como ya lo entendía muy bien Arendt, busca aniquilar la manifestación de la pluralidad que ya siempre somos, la comunidad es aquello que resiste, que subsiste como resistencia a la inmanencia, como forma de resistencia a todas las violencias de la subjetividad

 

Resulta superfluo creer que es posible una ruptura sin más con la tradición que nos determina. Es cierto que para pensar la comunidad – aquella que, como ya nos lo decía Nancy, permanece inaudita, impensada– es necesario de alguna manera tomar distancia del presupuesto no meditado de que la comunidad es una propiedad de los sujetos que une. Pero también es cierto que el único modo de encontrar un punto de partida externo e independiente, es acudiendo a la tradición misma, a los silencios que reposan latentes en los intersticios de su pensamiento. Así Derrida,

 

La sacudida –que no puede venir sino de un cierto afuera está ya exigida en la estructura misma que la solicita, si no queremos terminar “habitando más ingenuamente, más estrechamente que nunca, el adentro que se declara desertar”

 

No tiene sentido pensar en un más allá, en un afuera sin más, en una vida sin mito, sin habla, sin comunicación. Todo esto terminaría absorbido nuevamente por el retorno a sí mismo del obrar mítico, que hace de la muerte no sólo un horizonte, como se veía, sino la realidad misma de la vida en común. la función del mito, como tal, no puede ser invertida. Es necesario interrumpirlo

 

Repensar radicalmente nuestro ser en común es, por tanto, permanecer valientemente en los “límites” de aquello que se está tentado a “superar”. La comunidad es este umbral que se abre en el “trazado de los bordes a lo largo de los cuales se exponen los seres. El mito interrumpido, no es así el antimito, sino “el mito herido en su pretensión de reunificación de las voces, de nueva comunidad”. Pero no en el sentido de una abolición de lo común, o un retorno al “Absoluto individual, a una nueva inmanencia del individuo”, sino “en aquello que reabre la inmanencia absoluta –del individuo y de la comunidad– a la superación del límite, a la diferencia compartida de una comunidad de singularidades

 

Blanchot, por su parte,

 

todavía hay la obra, una “obra inconfesable”. Resguardar lo inconfesable –no lo indecible, sino aquello que nunca termina de ser dicho–, el secreto de lo común, que se forja una y otra vez en el lenguaje que cuida también sus silencios, en un pensamiento que no cede a la tentación de volver objeto aquello que piensa: he ahí la tarea de la interrupción

 

En otro de sus textos, Derrida sugiere que

 

decir esta “comunidad sin comunidad” es ya formarla o forjarla. Hablar en estos “conceptos inconcebibles” tales como “comunidad inconfesable”, es hacer del decir mismo un acontecimiento, pues en este decir se lleva a cabo, precisamente, la “inminencia de una interrupción”, que no es otra cosa que dejar venir al otro, “dejar advenir a los que llegan retirándose”

 

 

La interrupción del mito es escuchar y hacer escuchar lo inaudito: la voz de una comunidad interrumpida, inacabada; el secreto de lo común que debe poder permanecer como secreto, allí donde lo político no es sólo (o no es ya) la visibilidad, el aparecer, lo común y compartido, sino la desgarradura, el vacío, la pausa en la que com-parece la singularidad. La escritura es la exposición misma de ese límite, su inscripción, “la única actividad radicalmente impolítica”, por ser ella sola “aquello que no tiene necesidad de interrumpirse porque ella misma es interrupción”

Hay aún entonces una exigencia: “El pensamiento, la práctica de una partición de las voces, de una articulación por la cual no hay más singularidad que la expuesta en común, y no hay más comunidad que la ofrecida en el límite de las singularidades”

 

La tarea es, por tanto, “pensar lo impensable, lo inasignable, lo intratable del ser-con sin someterlo a ninguna hipóstasis. No es una tarea política o económica, es algo más grave y gobierna, a fin de cuentas, tanto lo político como lo económico” . No se trata, nos advierte Nancy, de fundar una política (como si ello fuera posible), sino de definir el límite sobre el que toda política se detiene. Resguardar lo inconfesable implica también reconocer la “imposibilidad de fundar una política sobre una comunidad comprendida correctamente, así como la imposibilidad de definir una comunidad a partir de una política” Desobrar la comunidad es pensar más allá de toda política

 

Pero también puede convertirse, a la vez (y aquí de la mano con Derrida), en un “principio político”: “el secreto debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la política, incluso a la moral: absoluto. Pero yo haría de ese principio trans-político un principio político, una regla o una toma de posición política: hay que respetar también, en política, el secreto, eso que excede lo político”

 

Mayo 17 de 2024