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627 - Tiempo de Hybris
Desde siempre caminamos sobre las huellas del lenguaje de antiguas civilizaciones, semilleros de sabiduría que quizá nos pasan desapercibidos la mayoría de las veces cubiertos por las capas de la banalidad que hoy nos sepulta y que ocasionan una entropía fatal

El mundo es y ha sido un merry-go-round de crisis - guerras, conflictos y revoluciones - y detrás de todo asoma siempre el rostro de un poder indoblegable, la desmesura, en griego "hybris"

Nuestra era se caracteriza por el enorme desarrollo de un conjunto de determinados saberes fruto del auge de la tecnología que se sobreimprimen por encima de los auténticos valores de la vida. Así, esta supremacía es correlativa del silenciamiento de los valores morales, sean políticos, religiosos o estéticos, ya que el hombre moderno se inclinó exclusivamente por el conocimiento y la manipulación de ese mundo de pura materialidad

Se respira una crisis generalizada en la que no es solo una cultura la que se encuentra capitulando, sino toda . Pero, curiosamente, o no tanto, ello no quiere decir que nuestros tiempos carezcan de empuje y de fuerza. Todo lo contrario, sobresalen por su gran exuberancia, podríamos decir, por un exceso de hybris por la que el hombre se siente con una vitalidad que lo excede pero a veces sin la capacidad de poder controlarla, extraviándose él mismo. Así puede llegar a sentirse el rey del universo con todos los medios a su alcance pero dentro de una gran desorientación respecto de qué hacer y cómo, y también va poco a poco perdiendo su poder-ser, diluyéndose en la uniformidad de una vida que solo mira hacia la objetividad de lo conocido y manipulado por el poder de la cultura cyber

Se percibe una pauperización y una decadencia de las modalidades de la vida, lo que provoca la mengua de las potencialidades del ser humano

En Grecia, la exaltación de esta desmesura interrumpía el buen funcionamiento del engranaje de la libertad, que dependía justamente de su capacidad de contención de la hybris

Un individuo podía incurrir en la transgresión y la desmesura siempre que la polis volviera a encauzar el descarrilamiento. Pero cuando era la propia sociedad la que se impregnaba del espíritu de hybris, incapaz de contener sus impulsos y trazar límites, entonces toda la estructura vacilaba y cada nueva ambición podía ser el anuncio del derrumbe

No sería posible separar la genealogía de una crisis del asentamiento entre nosotros de lo que podríamos denominar hybris moderna. Varios fenómenos prepararon el camino, en suma, la pérdida del aliento del humanismo ilustrado, simultáneamente causa y consecuencia del declive, que coincide plenamente con su instalación

Como se demuestra en estos días, el héroe de la hybris moderna resurge permanentemente porque es el fruto de una educación excluyente que avanza en una dirección precaria, técnica, plana, utilitaria y sin relieves. En este contexto es difícil pedir auto-contención a una conciencia desenfrenada auto dirigida hacia el consumo y la posesión. Para cambiar se debería poner el acento en una nueva sensibilidad que no observara la vida como una pura experiencia voraz e insaciable, ya que por ese camino se llega sin solución de continuidad a lo que se ha dado en llamar síndrome de hybris

Los clásicos griegos, nos ayudan a comprender mejor la esencia de la humanidad, en su brillo y en su opacidad, esos personajes desmesurados y narcisistas los que creen que sus decisiones son providenciales, creyéndose infalibles y todopoderosos, totalmente desvinculados de la realidad. La Historia es generosa en ejemplos, sin embargo, la Historia misma y la Filosofía clásicas enseñan que cuanto más cree uno tener poder realmente menos tiene: es la gran paradoja, la impotencia del poderoso

La «hybris» es un viejo pecado griego que alimenta la tragedia. Para entender la embriaguez del poder, hay que volver los ojos a la tragedia griega, en primer lugar a Edipo (trilogía) de Esquilo, a ese concepto fundamental para entender lo que pasa en la mente de un gobernante enfermo de soberbia. El ejemplo clave es Edipo ensoberbecido en su poder autocrático, en la cima del éxito y de la prosperidad, que no es capaz de ver lo que ya todos tienen por evidente. La embriaguez del poder, cuyo decálogo básico de comportamientos marca la conducta del jefe de gobierno narcisista, mesiánico y autoexaltado, causa una enfermedad que nubla la vista al Edipo moderno que no puede ver el origen de la desgracia que esta destruyendo a la ciudad

Simone Weil se detiene en el concepto de hybris y lo analiza desde La Ilíada (o el poema de la fuerza) refiriéndola como aquello que hace que cualquier hombre esté sometido a una cosa, y de aquello que convierte en una cosa a un hombre

Se trata de un ensayo sobre la ontología del poder, de análisis de ese impulso que se cierne sobre los hombres y que los somete a sus designios, tanto a los opresores como a los oprimidos, tanto a los vencedores como a los vencidos

El alma del hombre ha sido modificada constantemente por sus relaciones con la fuerza. Simone Weil ve en el poema de La Ilíada una manifestación originaria de esa fuerza, una pura expresión de la condición humana sometida al poder, un canto a la miseria del hombre. Cuando se ejerce hasta el fin la fuerza, hace del hombre una cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Había alguien y, un instante después, no hay nadie

Es la fuerza que amenaza y que intimida la que se mantiene suspendida en la conciencia del hombre, y que lo paraliza. De ese poder de aniquilar a un hombre matándolo, se desprende otro poder extraordinario que consiste en convertir en una “cosa” inerte a un hombre que todavía vive. La fuerza es una sentencia de muerte. Puede aniquilar de inmediato, pero puede también ser una lenta e insidiosa, poderosa e inexorable forma de matar al hombre en vida, sometiéndolo, apropiándose de él

Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, amos por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza. Por ella , la miseria humana se hace efectiva

En La Ilíada todos los personajes quieren parecer fuertes y valerosos pero la “fuerza” los muestra en su debilidad esencial. La hybris, la ira del guerrero se paga con el sometimiento a esa fuerza, el poderoso es víctima de su propio poder, porque éste no le pertenece, es una cosa que está por encima de él y de todos; la fuerza somete a todos y se vuelve contra el que la invoca. Hay que advertir que la relación entre la fuerza y la muerte no surge de una reflexión existencial sobre la inherente mortalidad y finitud del ser humano. La muerte que se cierne por vía de la fuerza y la guerra no es natural, no es la finitud esencial del ser humano, no es la imposición de la naturaleza sobre una de sus criaturas,

es la aniquilación artificial, es el desgarramiento de la vida por una fuerza que no proviene de la naturaleza, proviene del hombre mismo, pero que él no controla, no dispone y no dirige. En La Ilíada incluso ni los dioses dirigen y disponen de la “fuerza”, ellos mismos también son sometidos a su poder

Simone Weil observa en esta peculiaridad del poema homérico una sanción de rigor geométrico que castiga el abuso de la fuerza en quien sobrepasa los límites de su uso

Pero Occidente ya la ha olvidado. Las ideas de límite, mesura y equilibrio (nociones esencialmente “ético-geométricas”)que debe determinar la conducta de la vida sólo tienen, desde la edad moderna, un empleo servil y utilitario en la técnica

No somos geómetras más que ante la materia; los griegos fueron primero geómetras en el aprendizaje de la virtud.”

La fuerza aparece siempre implacable para quien la sufre y para quien la ejerce. A través de La Ilíada se expresa el genio griego que muestra, por un lado, la búsqueda del orden, excluyendo todo otro bien, y por otro, la miseria humana, la miseria de un ser divino y humano al mismo tiempo. A lo largo de la historia del hombre la miseria humana ha sido puesta al desnudo en varias ocasiones. Pero lo que La Ilíada nos muestra es único:

no hay que creer nada al abrigo de la suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los enemigos ni despreciar a los desgraciados”

El poder se reproduce en un círculo vicioso; cualquier poder debe tratar de afirmarse en el interior por medio de éxitos exteriores, pues esos éxitos le dan a su vez más fuerza interior. Sólo se puede romper el círculo del poder mediante la supresión de la desigualdad o constituyendo un poder estable, un poder tal que establezca equilibrio entre los que mandan y los que obedecen.

Así hay, en la esencia misma del poder, una contradicción fundamental que le impide existir. Aquellos a quienes se denomina amos – generalizando - obligados sin cesar a reforzar su poder bajo pena de que se lo quiten, persiguen un dominio esencialmente imposible de poseer. Sería distinto si un hombre pudiera poseer en sí mismo una fuerza superior a la de muchos otros. Pero nunca es el caso, los instrumentos del poder, armas, máquinas, secretos técnicos, existen siempre fuera del que los dispone y pueden ser tomados por otro. Así todo poder es inestable. En general, entre los seres humanos

las relaciones de dominio y sumisión, por no ser nunca plenamente aceptables, constituyen siempre un desequilibrio sin remedio que se agrava progresivamente y en la medida en que los métodos de trabajo y de la guerra excluyen la igualdad, parecen hacer pesar la locura sobre los hombres como una fatalidad exterior

Así la lucha por el poder desencadena un proceso de sustitución de fines por medios. Tan pronto aparece la riqueza, la técnica, la producción, como fines en sí mismos se les ofrenda la vida de los seres humanos.

Cualquier poder se apoya en instrumentos que tienen un alcance determinado; así no se gobierna de la misma manera con caballería y espadas que por medio de aviones y tanques. En segundo lugar, el poder choca siempre contra los límites de la facultad de control de los que lo detentan. El poder colectivo o disuelto en la colaboración constituye en apariencia un medio eficaz de su control; pero en realidad genera una serie de rivalidades internas y de complicaciones infinitas.

El poder colectivo es una ficción, éste no se comparte, sólo se arrebata. Todo poder se esfuerza por mejorar en su propio dominio la producción y control; pero también se esfuerza por destruir a sus rivales.

Todo poder, por el hecho mismo de ejercerse, extiende hasta el límite de lo posible las relaciones sociales sobre las cuales reposa

No es absolutamente imposible la reproducción ilimitada de un poder, pero al menos hay que concebir que todo poder tiene un límite después del cual choca contra sí mismo.

El poder no se disuelve por esta contradicción interna, pues no le es fácil detenerse, siempre está obligado a ir cada vez más lejos rebasando los límites dentro de los cuales puede ejercerse con efectividad. Tal es su contradicción interna

Esta lucha desencadena los episodios más trágicos de la historia en los que el poder se extiende más allá de lo que puede controlar, engendrando parasitismo, corrupción, derroche y desorden social. Tratando de mandar más allá de lo que puede obligar, provoca reacciones que no puede prever ni controlar; queriendo extender la explotación de los oprimidos más allá de lo que permiten los recursos objetivos, agota esos mismos recursos. Esta contradicción en la que el principio de explotación en vez de ser más productivo se vuelve cada vez más costoso parece una constante

La desmesura, la hybris del poder, es al mismo tiempo su única vía de permanencia y de agotamiento

Hemos tenido, tenemos y tendremos, esta amarga experiencia. Parecería que el hombre nace esclavo y que la servidumbre es su condición propia

Vivimos en un mundo donde nada es a la medida del hombre; hay una desproporción monstruosa entre el cuerpo del hombre, el espíritu y las cosas que constituyen actualmente los elementos de la vida humana; todo está fuera de quicio. El hombre se encuentra ante el mundo técnico en una situación peligrosa. No sólo porque podría estallar una guerra mundial o porque podrían explotar plantas generadoras de energía atómica por todas partes; aun la aniquilación completa de la Tierra y por tanto de la humanidad, no son la amenaza más inmediata o más evidente

El verdadero peligro no está en la aniquilación, sino en la posibilidad en donde todavía opera la libertad humana y en donde, por tanto, debemos decidir una posición vital en el mundo. La revolución de la técnica que se avecina en la era atómica pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo de tal modo, que un día el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado.

Entonces el verdadero peligro consiste en que el hombre extirpe en sí mismo lo más propio, su auténtico modo de habitar la Tierra en una constante vigilia. Antes que una mutación irreversible en la anatomía o en la constitución genética humana, el imperio del mundo técnico implica un peligro más esencial y más oculto, el cual apenas hemos empezado a identificar: el peligro ya latente de que nuestras posibilidades vitales de relación con el ser se reduzcan; que nuestra constitución ontológica se transmute y pierda lo más esencial y lo que nos ha permitido desarrollarnos en medio de la naturaleza.

La Ilíada, dice Simone Weil, es un canto de extraordinaria amargura por la miseria humana: Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos, esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, amos por el otro; no se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea obligado a inclinarse ante la fuerza

 

Junio 9 de 2024