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653 - El transeúnte intempestivo

Walter Benjamin fue un singular, un pensador auto excluido de las fuerzas sociales de su entorno, lo que le otorgó un sello de radical extrañamiento, y que, por otra parte, quizá, fue lo que lo hizo capaz de ser tan original, multifacético, y, a la vez indescifrable y paradójico

 Alguien que vivió su tiempo pero no se encandilaba con sus supuestas luces, un intempestivo de raza

Ante la magnitud de los problemas de la actual sociedad, el interés contemporáneo por el pensamiento de Benjamin se acrecentó a la vez que desaparecía el lugar para pensamientos débiles o políticamente correctos

Benjamin plantea una crítica radical al progreso en la que ubica el problema no en su mal uso sino en su lógica, ya que el progreso piensa conquistar el futuro dando la espalda al pasado - para lo que está incapacitado por principio - para establecer una relación entre injusticias pasadas y justicia presente. No se trataba de apresurarse a sustituir viejas estructuras por otras nuevas, sino frenar y parar esa loca carrera hacia el desastre

En un sistema que se empeña en no reconocer el suceso extraño o inesperado, que no acoge la diferencia, no da lugar al evento y el hombre acaba convertido en un engranaje deshumanizado y replicado hasta el infinito. Las cosas se apagan de tan cercanas, de tan mostradas, y pierden el misterio de lo oculto, lo inaccesible, lo recóndito, lo impenetrable

Vivimos en un mundo donde el secreto parece no tener lugar y donde la intimidad existe solo para ser rescrita y compartida con los demás a través de un personaje fabricado y que representa la persona que en realidad se quiere ser, o sea una extimidad reciclada que solo existe como valor de exposición en medio de un mundo transparente sin contradicciones, sin sombras, donde todo es reflejo, todo se espeja en una visibilidad omnímoda y devoradora, despojada de cualquier atisbo de singularidad. Pareciera que solo la exhibición atestigua el valor, anulando por completo la peculiaridad de las cosas y haciendo sospechoso todo lo que no se somete a esa visibilidad

Este clima va afianzándose y cayendo en un acostumbramiento natural que dibuja una ruta de la que no se regresa, una inyección de “happycracia”, de felicidad banalizada, sujeta al consumo, a través de la cual habla la sociedad, un grito colectivo que se recuesta sobre la opinión dejándola convenientemente intacta contribuyendo a reforzar la uniformidad y el unísono sobre los que se asienta. Faltan los susurros, la vacilación, la diferencia. Falta el reconocimiento a la alteridad. Y es el lenguaje la instancia en la que se manifiesta un ser espiritual inapropiable, inapresable , incontenible, diferente de sí mismo. Aquí el alma no existe porque lo invisible en este paraíso artificial donde el lenguaje es un mero instrumento no tiene valor, es solo un medio, donde la palabra se transforma en signo y así se arriba a la mercancía sin mas trámites

Para Benjamin la palabra es la traducción del lenguaje mudo de la naturaleza violentada, como experiencia de un ser irremediablemente fisurado, escindido, habitado por “otros”. Hay una voz silenciada en cada palabra convertida en mero instrumento de la comunicación, en cada combate, ocultado por los “vencedores”, los dueños de la historia

Y se transita la ciudad con ese mismo espíritu aún ante la amenaza de ser nivelado y manipulado por un paradigma a la vez económico, profesional y social que intensifica la vida racional y la hace indiferente a toda realidad individual, esgrimiendo el dinero – el supremo igualador -, el “rasero” como decía Jean-Luc Nancy, como un escudo que acentúa el valor de intercambio que todo lo nivela y que roe sin remedio, el alma de todas las cosas haciendo hincapié en la cantidad, el cálculo y el rendimiento personal con la mirada únicamente puesta en el mercado, volviéndose insensible a la diversidad, a la individualidad, olvidando ese rastro, esa huella, que como estela relampagueante nos interpela en cada palabra y en cada acto

Y se vive la ciudad a través de ese discurso, el hombre se ve convertido en un pequeño engranaje de una mega organización de objetos y poderes que poco a poco invaden su vida, una organización que desecha todo contenido personal

La vida se le vuelve al individuo infinitamente “fácil”, pues de todas partes se le ofrecen incitaciones, estímulos, ocasiones de colmar el tiempo y la conciencia, que lo arrastran en su corriente al grado de dispensarlo de tener que nadar por sí mismo

Este vademecum del ciudadano emblema sofoca los rasgos verdaderamente individuales y distintivos que necesitan de un esfuerzo extremo para no desaparecer. La consecuencia es la hipertrofia de la cultura individual que la ciudad alberga como discurso ya que la ciudad no solo es pensada sino narrada

Según Benjamin, una clave para tratar de recuperar lo perdido sería observar la ciudad a contrapelo, no a partir de aquello mismo que consagra como verdadero, sino con un pensar sensible que limpie la retina y trate de ver la extrañeza de lo otro donde todo conserva una intensidad originaria. Es el asombro el que nos pone en relación con aquello que no vemos y nos dispensa de la costumbre estéril de repasar lo conocido

La ciudad debería ser nuestro pequeño mundo, un compromiso, una invención de sentido, una “introducción de sentido”, no un obligado hastío. Debería haber en todos una necesidad de aventurarse por sendas de riesgo, de mirar donde no se mira

Hay otros modos, otros gestos, otra posibilidad de ver la ciudad antes de que nos asalte el último producto de moda que la convierta solo en vidriera, una meca bastarda de valores cambiados de signo. La muerte del instante

Para conocer una ciudad hay que perderse en ella decía Benjamin, pensando las grietas, reflexionando las fisuras, persiguiendo los reservorios que aún pueden dispensar sentido. Recorrerla en reversa, recuperar voces, aquello que cayó en el olvido, los fragmentos eclipsados por el consumo. Benjamin paseaba por las calles como su anti héroe Baudelaire quizá para descifrar el enigma de la modernidad y arrancarla de la certeza del progreso , mirando en primera persona la voracidad con la que advenía el discurso capitalista y cómo el acto de caminar termina atravesado por la lógicas del uso y la utilidad

Hoy se camina entre afanes y apetitos varios sin implicarse en el entorno urbano, respondiendo al prototipo de los paseantes de shopping que siguen la ruta de un devenir cosificado entre el fetichismo de la mercancía: los escenarios del ocio han sido traducidos al lenguaje del capitalismo

La modernidad es la época del Infierno. Las penas del Infierno son lo novísimo. No es que ocurra siempre otra vez lo mismo ni tampoco es el Eterno Retorno. Se trata de que la faz del mundo, precisamente en aquello que es lo novísimo jamás se altera, permanece siempre siendo lo mismo. Esto construye la eternidad del Infierno

Benjamin nos habla desde los bordes del resto que no ha sido mirado por los transeúntes apremiados por llegar a ninguna parte, de esa presencia evanescente que solo la puede percibir una doble mirada capaz de leerla como una posibilidad truncada y también como lo inacabado, lo eternamente abierto, el “anuncio llamada” de un parentesco fraterno, de una armonía profana, de una cita secreta entre generaciones, o como una promesa de felicidad

Esa doble mirada es la del flâneur, ese caminante urbano, topógrafo del aura de la ciudad quien por un empoderamiento de la mirada la intuye, la deconstruye y la vuelve a construir mientras contempla la lenta elevación de la mercancía como objeto cénit. Para Benjamin, el flâneur es un sujeto cuyos sentidos le permiten descubrir, develar, lo no dicho de la ciudad. Su ojo abierto, su oído preparado, buscan otra cosa muy diferente a la que la muchedumbre vino a ver. Una palabra dicha al azar le va a revelar uno de esos rasgos de carácter que pueden pasar desapercibidos


Sus ojos acusan una conciencia social profunda en torno de los gestos de los transeúntes y de la ciudad y ponen de relieve la desaparición de las huellas del individuo dentro de los grupos urbanos, la fatal consecuencia de la alienación de la vida social. Mira la sociedad, sus cambios, los movimientos masivos y se refugia en el anonimato para subvertir la relación con la urbe y sus códigos

En ese ir a la deriva todos los sentimientos están involucrados, pero el acto de mirar es el principal. No es mirón ni voyeurista, siempre está en posesión de su individualidad a diferencia del mirón que se convierte en un ser impersonal ante el influjo de lo que ve ya no es una persona sola, es público, es muchedumbre

El flâneur es un alma que permanece aunque haya ido desvaneciéndose en el ajetreo de los tiempos pero sigue deambulando siempre dispuesto a asirse a lo singular de los tiempos propios en un ejercicio refrescante y personal tratando de reconstruir la conciencia epocal, descubriendo y desocultando la ciudad en el espacio de coordenadas y “desordenadas” del urbanismo postmoderno

El flâneur encuentra en la ciudad un lugar de inclusión y a la vez de exclusión, un espacio donde cobijarse anónimamente para observar y a la vez para lograr la posibilidad de mezclarse en el movimiento urbano ya que en su errancia de incógnito también necesita de los otros para seguir siendo pero, al mismo tiempo para defenderse de una excesiva influencia que lo sume y lo aleje de su elegida soledad

El aceleramiento de las transformaciones urbanas sería una razón de peso para justificar la existencia del flâneur pero en cierto sentido lo ha marginado a aceras reducidas o a espacios interiores, hasta convertirlo en una figura subversiva, pero sin embargo sería un privilegiado que se puede permitir el lujo de evadir las dinámicas sociales y sus rituales resistiendo la homogeneización que trae el nuevo diseño masivo

Este observador, este flâneur, el de ayer, el de hoy y el de siempre habita las fisuras de la gran ciudad, obtura y excava el olvido y defiende su intimidad ejerciendo el libre arbitrio de su propia vida, su derecho al secreto y a la intimidad


 

Setiembre 1 de 2024